El año 2009 fue tal vez el peor en la historia contemporánea para los periodistas que trabajan en México. La organización Reporteros Sin Fronteras señala que desde el inicio de los gobiernos conservadores del Partido Acción Nacional (PAN) en 2000, han sido asesinados 60 comunicadores en todo el país, aunque las autoridades locales sólo se reconocen 58 muertes.
Tan sólo el año pasado se contabilizaron 12 muertes de periodistas y apenas iniciando 2010, dos periodistas, uno en Sinaloa y otro en Coahuila, fueron secuestrados y asesinados por grupos armados, mientras otro, también en Coahuila, está en calidad de desaparecido.
En este marco, hasta noviembre de 2009 la Comisión Nacional de Derechos Humanos en México recibió 78 denuncias sobre amenazas, intimidaciones, persecuciones, atentados y desapariciones forzadas de periodistas en todo el territorio, mientras que la censura y la autocensura están a la orden del día en las salas de redacción de los medios de comunicación.
La mayoría de los periodistas asesinados cubrían la información de la fuente policiaca; así que se cree que los crímenes contra periodistas están asociados a sus investigaciones sobre la delincuencia organizada. Y enfatizo que “se cree” porque prácticamente ningún caso, de los ocurridos desde 2000 se ha resuelto. No se sabe de detenidos ni de pistas ni de móviles exactos en torno a los asesinatos; y la Fiscalía Especial para la Atención de Delitos Cometidos contra Periodistas (FEADP), creada ex-profeso en el inicio de la administración de Felipe Calderón, más que coadyuvar a la resolución de los crímenes, se ha convertido en una ventanilla burocrática encargada de justificar las dilaciones en la investigación judicial de los asesinatos, según consta en diversos informes de organizaciones no gubernamentales, de organismos gremiales e incluso en recomendaciones de la Corte Interamericana de Derechos Humanos que ha solicitado al gobierno mexicano que garantice investigaciones realizadas con seriedad, permitiendo el esclarecimiento de los hechos.
Al cabo de diez años de gobiernos opositores al antiguo régimen del partido único, el presidente de la Fundación para la Libertad de Expresión (Fundalex), Armando Prida Huerta, asegura que en México “decir la verdad cuesta hasta la vida”, lo que pone en tela de juicio al Estado mexicano como garante del derecho constitucional a la libertad de expresión como principio democrático y a la impartición de la justicia.
Aunque la FEADP minimiza en sus reportes públicos los presuntos móviles de los ataques contra los comunicadores, Reporteros Sin Fronteras ha colocado en el mismo nivel de peligrosidad para el ejercicio periodístico, a Afganistán, Somalia y México.
Mala señal para una nación que forma parte de varias asociaciones económicas internacionales de primer nivel y que en 2007 estaba a la mitad del camino en el índice de Estados fallidos de Foreign Policy, con una puntuación de 72 de 115, donde cero es riesgo nulo y 115 el caos y la disolución del Estado.
Mientras tanto, a la par de que el ambiente sociopolítico y económico de la nación se enrarece aceleradamente, conforme se acerca el último tramo de la actual administración, en las últimas semanas de 2009, reporteros en diversas entidades empezaron a notificar a colegas dentro y fuera de México que han recibido llamadas telefónicas anónimas intimidatorias, en sus oficinas y en sus teléfonos celulares, sugiriéndoles poner límites a sus investigaciones periodísticas o que se cuidaran de lo que opinan.
Tal vez es la delincuencia organizada, pero tal vez no. ¿Cómo comprobar la participación de esos entes agazapados en la oscuridad con poderío de facto si el Estado no ofrece a la sociedad investigaciones rigurosas y, sobre todo, la aclaración de los crímenes?
La impunidad de los delitos, y más aún los que se relacionan con ataques a la libertad de expresión, y su contraparte, el derecho ciudadano a la información, eje de la democracia, es caldo de cultivo para toda clase de corrupción social y de poder que conducen al surgimiento de Estados fallidos, entendidos como naciones con “instituciones débiles, vulnerables y en pleno deterioro”, según la definición de la revista Foreign Policy en un análisis del tema publicado en 2007.
Baste mencionar que cada vez es más frecuente leer en foros online de periódicos nacionales y estatales, o incluso en blogs ciudadanos, insultos y comentarios anónimos intimidatorios contra reporteros y articulistas, sin importar su tendencia o filiación política o su nivel de objetividad.
Hemos visto con frecuencia agresiones de multitudes enardecidas a reporteros de televisión que algunos identifican al servicio del gobierno y también hay usuarios anónimos de la web que bloquean las cuentas de redes sociales y blogs de los opositores al régimen con falsas denuncias de actividad ilícita. Y eso no se vale ni se permite en un Estado democrático.
El análisis de Foreign Policy 2007 sobre Estados fallidos dice que los problemas que acosan a los Estados en proceso de desintegración suelen ser muy similares: corrupción generalizada, clases dirigentes depredadoras que monopolizan el poder desde hace mucho tiempo, ausencia del imperio de la ley y graves divisiones étnicas o religiosas”, además de algunas otras variables aleatorias como la violencia urbana, la creciente pobreza extrema, la incapacidad de la nación para administrar adecuadamente sus recursos naturales y evitar la depredación de sus ecosistemas, por mencionar unas cuantas.
En un Estado fallido, la presunta delincuencia organizada, con sus anónimos y brutales maneras de “operar”, como queda demostrado en México con los levantones, secuestros, torturas y ejecuciones de periodistas, defensores de derechos humanos y empresarios, entre otros ciudadanos, se convierte en un eufemismo que solapa los intereses oscuros prácticamente de cualquiera: desde un edil corrupto hasta una autoviuda o un empresario defraudador, y cerrando el caso antes de abrirlo, los primeros sospechosos siempre son los sicarios del crimen organizado.
Tal vez sí, tal vez no. ¿Dónde están las pruebas? Al referirse a Irak y Afganistán, países con los que actualmente algunas organizaciones internacionales equiparan a México, por sus niveles de violencia y peligrosidad para el ejercicio del periodismo, Foreign Policy decía en 2007: “Sus experiencias prueban que no sirve de nada que se destinen miles de millones de dólares de ayuda a la seguridad y el desarrollo si no van acompañados de un gobierno con capacidad de actuar, dirigentes dignos de confianza y planes realistas para mantener la paz y desarrollar la economía. Igual que existen muchas formas de alcanzar el éxito, también hay muchas maneras de caer en el fracaso.”
Por supuesto, una de esas maneras de caer en el fracaso es, precisamente la impunidad, y más si esa impunidad daña uno de los bastiones más sensibles de la democracia: los periodistas que dan voz a los diversos puntos de vista de la sociedad sobre el desarrollo de una nación.
Si los periodistas, considerados el cuarto poder de los Estados democráticos, son vulnerables ante la impunidad que priva en México, ¿qué pueden esperar los ciudadanos “de a pie”, como decían antes a la gente del pueblo?
Los gobiernos federal y estatales están aún a tiempo de actuar y revertir cuanto antes el imperio de la impunidad en la vida de México, pero de modo especial la que impera en los delitos contra quienes ejercen el periodismo, quienes cumplen simplemente la tarea de informar a los ciudadanos sobre los acontecimientos que construyen día a día la historia del país. Si esto no se para cuanto antes, México se habrá perdido irremediablemente como nación libre y soberana.