La cuenta regresiva para la sucesión presidencial en México ya empezó y los votantes de un proceso electoral que habrá de darse al término de un gobierno de legitimidad cuestionada a pesar de su origen en la joven “alternancia” democrática, debaten a últimas fechas en redes sociales y charlas de café si luego de doce años de haber echado al PRI (Partido Revolucionario Institucional) de Los Pinos, tras 70 años de permanencia, el país dejó de ser la dictadura perfecta y se puede hablar de que sus ciudadanos vivan una democracia que, si bien imperfecta, puede garantizar un reparto equitativo del poder político y su consecuente desarrollo socioeconómico de la población.
El temor de los votantes a que la guerra contra el “crimen organizado” emprendida por el actual mandatario, Felipe Calderón, contamine la batalla política es algo que inquieta a muchos. Los escenarios son diversos y algunos francamente apocalípticos. La tentación electoral de regresar al establishment corrupto, pero seguro -previo a la alternancia democrática- está latente y la intención del derechista Partido Acción Nacional (PAN) de aferrarse a la estructura Estatal para imponer su visión prerrevolucionaria al país parece más que evidente… ¿Es ésta la democracia con la que soñaban los mexicanos hace casi 45 años durante el primer gran movimiento ciudadano contemporáneo, de los estudiantes, en 1968?
Sin duda, sólo los beneficiarios de un entorno de miedo y estancamiento social (si no es que franco retroceso) pueden estar de acuerdo con los saldos de las políticas derivadas del gatopardismo padecido en México durante los últimos doce años. Únicamente los beneficiarios del gatopardismo pueden afirmar que el sistema político mexicano es en la “alternancia” una democracia y no un mero artificio electoral, rebasado por el activismo ciudadano que tiene en la Internet un nuevo código de comunicación política.
En menos de dos décadas, la partitocracia mexicana se anquilosó como opción democrática y se convirtió en estratagema discursiva que busca distraer a la sociedad civil sobre el verdadero reparto del poder en el país; y en este contexto, la guerra contra el narco se vuelve cortina de humo para justificar ante el mundo los ajustes de cuentas entre grupos de poder derivados de la corrupción. El PAN gobernante no tiene más que el nombre de lo que fue el principal partido opositor del PRI hasta la década de los ochentas.
En el proceso de “transición democrática” en 2000 se dio una desbandada de priístas de la peor reputación al PAN, algunos identificados desde los años 70s con grupos narcotraficantes. Los líderes panistas de viejo cuño, que eran empresarios católicos moderados, han ido muriendo, ya sea en accidentes o por enfermedades inexplicables, y sus lugares, ocupados por gente de sectas ultraderechistas que tienen dos misiones básicas: Una, imponer un régimen a modo, afín a los intereses de la oligarquía global (banqueros y petroleras principalmente) que no se pudo concretar con el PRI porque el régimen post-revolucionario generó sus propios dividendos políticos.
La otra, aparentemente, sería según lo documentado en diversas investigaciones periodísticas ya conocidas, devolver a un grupo original de poder fáctico, el control del negocio de las actividades ilícitas, luego de que literalmente, los enanos les crecieron a los jefes de las mafias y quisieron “independizarse” dentro del contexto de esa transición política.
¡En fin! El sistema político mexicano es corrupto desde su origen (hay que leer la historia de Juan Nepomuceno Guerra, prominente padrino narcopolítico de los años 30 para entender esto); sin embargo, las evidencias apuntan a que los grupos de poder enquistados en el PAN no son menos corruptos que los priístas, lamentablemente. Y de la Izquierda institucional, dominada desde hace más de veinte años por ex-priístas, no se puede hablar porque sus opositores no le han dejado gobernar.
Así, las próximas elecciones no se perciben como un ejercicio democrático de múltiples opciones, sino como el cumplimiento del rito gatopardista de un sistema político obsoleto, literalmente “pan con lo mismo”, cuyo eventual derrumbe puede ser muy costoso para la nación, si no se busca una auténtica transición a un modelo abierto de democracia, acorde a la vida de la aldea global del siglo XXI. <<>>
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