cálamo & alquimia® | @silviameave
El servicio y la funcionalidad de la única línea de tren ligero en la Ciudad de México, que cubre una ruta en el sur de la metrópoli que enlaza a las terminales del metro y de autobuses foráneos de Taxqueña con la zona turística de Xochimilco fueron rebasados, al menos desde hace seis años, por la sobredemanda de los usuarios.
La región suburbana que cruza el tren ligero, la cual hipotéticamente debería estar protegida por su estatus de patrimonio ecológico y cultural de la humanidad otorgado por la UNESCO, se ha sobrepoblado por la recurrente invasión de ejidos o tierras agrícolas para la construcción de viviendas, a causa de un sinnúmero de argucias legaloides tramadas desde la Asamblea Legislativa local a lo largo de las últimas administraciones.
A pesar de que los nuevos habitantes de la zona son inmigrantes de varios estados de la república, en su mayoría de escasos recursos -los llamados chilangos-, las autoridades no han hecho nada por resolver el problema del transporte público que está en riesgo de colapsar la región de altos contrastes socioeconómicos.
En 2013 se gastaron oficialmente alrededor de 30 millones de dólares en remodelaciones cosméticas de las instalaciones del tren ligero, administrado por el Servicio de Transportes Eléctricos del Distrito Federal, un organismo público descentralizado del gobierno capitalino. Y en esta cifra no se incluye el doble gasto que se hizo en lectores magnéticos de las tarjetas de prepago del servicio, que debieron cambiarse apenas en Diciembre pasado por fallos constantes, a menos de un año de operación del sistema, lo que será tema de otro artículo.
Sin embargo, las inversiones en el tren ligero del sur de la Ciudad de México no se reflejan en un mejor servicio. Las instalaciones son minúsculas en comparación con el flujo cotidiano de usuarios y las condiciones en las que viajan las personas en horas pico en trenes saturados al estilo chino son humillantes, además de que la ley de la selva impera por momentos dentro de los vagones que no cuentan con cámaras de seguridad ni un reglamento de comportamiento visible para todos, dentro y fuera de los trenes.
Todavía hasta 2003 o 2004, el tren ligero era un ejemplo de transporte rápido y ecológico; pero ya no lo es, sin duda, por negligencia u omisión de las autoridades correspondientes, lo que toca los linderos del desprecio a una población usuaria de bajos recursos, que crece rápidamente.
Hace poco hice un sondeo entre usuarios del citado tren, para una investigación que quiero publicar en forma de libro sobre Xochimilco, y varios coincidieron en que en 2014 usarían más el tren ligero por el más reciente aumento al precio de los autobuses del gobierno y de los llamados microbuses de la Iniciativa Privada que, además de caros, son unos patéticos ataúdes rodantes.
Así, el hacinamiento en los vagones del tren ligero cobra tintes surrealistas cuando algunos pasajeros son capaces de golpear a otros por un asiento, se dan abusos sexuales a la vista de todos sin que nadie intervenga, o ciertas personas actúen como si estuvieran en la sala de su casa, como ocurrió la tarde del 6 de Enero 2014, mientras yo regresaba de un evento del Día de Reyes en el Centro Histórico de la capital y tuve que invocar el artículo 666 de la Ley de Civilidad del Distrito Federal para que un individuo bajara el volumen de su teléfono celular que emitía a micrófono abierto el hit parade de la narcobanda.
El tipo estaba de pie junto a mí y cada vez que yo hablaba con mi acompañante, él subía el volumen. Después de quince minutos de trayecto de Taxqueña a Xochimilco y tres narcocorridos, dudé todavía en pedirle que guardara silencio. Era un hombre joven, mestizo; pero con marcados rasgos indígenas, de piel avejentada, que no rebasaba 1.50 metros de estatura. Tenía puesto un sombrero de palma roto, que le hacía ocupar más espacio del que había en el vagón para cada viajero y su ropa sucia y andrajosa apestaba. Así que su tesoro a presumir era ¡un flamante Nokia Lumia de color naranja con su música favorita! Su apariencia desvalida me causaba pena; pero al mismo tiempo pensé “¿por qué carajos este sujeto no se enchufa los audífonos?”
Entonces lo miré directo a los ojos y le ordené: “Por favor, bájale el volumen a tu música o ponte los audífonos”. Una mujer que estaba a su lado salió en su defensa: “¡Óigame!, ya quiero verla pidiéndole al chofer del micro que le baje a su radio”.
Sonreí y le dije: -Igual que a este señor y a cualquiera que violente mi derecho a protegerme de la contaminación auditiva, diré cuando sea necesario lo que ya dije. Y usted, cuando viaje en microbús, puede llamar a una patrulla desde su celular para que lo callen, si no le hace caso de bajar el volumen. Yo ahora mismo puedo jalar la palanca de seguridad y aplicar el artículo 666 de la Ley de Civilidad del Distrito Federal, para que por la buena o por la mala, el señor baje el volumen de su teléfono. Ya lo he hecho antes y sé que en la siguiente estación dos policías estarían esperándolo para sacarlo del tren por escandalizar en un lugar público.
En el mismo instante que yo decía lo anterior, el hombre apagó su música. Una mujer que estaba cerca de mí me dio las gracias por callar al de los narcocorridos; pero un panzón que estaba detrás de mí, metió un pie debajo de los míos con la intención de que me cayera; aunque no contó con que tengo buenos reflejos y brincaría, así que, sin proponérmelo, mis botas punketas aterrizaron con gran fuerza kármica sobre sus gordos pies. Mi acompañante se rió, todavía no sé si porque voy que vuelo para legisladora o porque, lamentablemente, algunos ciudadanos de la capital mexicana no saben ni el nombre de sus leyes.
-Y eso que hoy no venía yo, como es mi hábito, con ánimo de levantar de los asientos a los #$5&”+ que no ceden el lugar a los ancianitos y las mujeres con bebés, comenté a mi acompañante.
La ruta del sur a Xochimilco podría ser un espacio tan importante como el Centro Histórico, Polanco o Coyoacán y podría equipararse a zonas turísticas del Mediterráneo o del exótico Medio Oriente que detonan empresas de miles de millones de dólares al año sólo por visitas de viajeros.
Sin embargo, algo tan simple como usar el tren ligero, antes muy socorrido por los turistas de a pie, se ha convertido en un paseo que despoja de su dignidad humana a quienes viajan en él. No es posible completar un viaje sin sentirse animal de circo en jaula o imaginarse condenado en crujía medieval. Peor aún cuando la propia ciudadanía no tiene la menor educación cívica y jurídica que le permita convivir civilizadamente. Por eso, cada día aumenta el número de automóviles que circulan en la zona, echando por tierra el discurso de los funcionarios de la desafortunada administración de Miguel Angel Mancera de promover el uso del transporte público, como en las grandes urbes del primer mundo.
Por cierto, más allá del chacoteo jurídico que armé en el tren ligero, realmente es posible exigir ante cualquier policía de la Ciudad de México la aplicación de los artículos 24 fracción tercera y 25 fracciones tercera y cuarta de la Ley de Cultura Cívica del Distrito Federal, que sancionan alteración del orden público por ruido u otras circunstancias, con una multa por el equivalente de 10 a 40 días de salario mínimo (un promedio de alrededor de 150 dólares o dos mil pesos mexicanos) o con arresto de 13 a 24 horas. <<>>