Blog de Autor para la Revista Cálamo&Alquimia® ~ Sociedad y Cultura en Idioma Español
 

Y Tú, ¿Cuánta Violencia Consumes?

cálamo & alquimia® | @silviameave

¿Y tú, cuánta violencia estás consumiendo?… Anoche soñé que el tráfico sobre Periférico Sur, en la Ciudad de México, a la altura de las instalaciones del Instituto Federal Electoral (IFE) estaba prácticamente bloqueado. Sólo se podía pasar por el carril de alta velocidad, pero muy despacio -paradoja cotidiana filtrada al inconsciente- . Como ruido de fondo se escuchaban incesantes, sirenas de patrullas y ambulancias que invadían el carril central. Los paramédicos y algunos policías de tránsito procuraban que sus vehículos taparan una escena macabra: Desde el camellón que divide a los carriles centrales de la lateral del Periférico se desparramaban decenas de cadáveres -yo calculaba unos cuarenta o cincuenta- todos multilados y apilados unos sobre otros.

Las ropas que todavía tenían algunos cuerpos dejaban ver que eran policías federales. Yo no quería que mis acompañantes de viaje vieran la escena para que no se impresionaran y no tuvieran tuvieran pesadillas (eso era lo que realmente me preocupaba, ¡eh!), pero yo curiosa reportera, me bajaba del auto a preguntar qué demonios había pasado. Un funcionario de gobierno que dirigía el levantamiento de los cuerpos me decía que el esquema del crimen era el mismo de la masacre de Río Tula, pero que ahora tenía muchísima más saña que en el pasado. El funcionario no decía más, su expresión, incluso, era totalmente hermética y yo experimentaba la ansiedad de mantenerme más tiempo ahí para saber todo sobre el incidente, mezclada con el horror que a pesar de la costumbre de aceptar lo inimaginable, me provocaba la escena.

Hoy me levanté y googleé “Masacre de Río Tula”. Ocurrió en 1981. Resulta que se descubrieron en el drenaje del estado de Hidalgo que desemboca en el río que da nombre al caso, varios cadáveres de presuntos delincuentes de origen colombiano y mexicano, ligados a asaltos bancarios y narcotráfico. Lo que parecía un ajuste de cuentas de la delincuencia dizque organizada, al final de cuentas fue una matanza perpetrada desde la cúpula de la corrupción gubernamental, la cual, por cierto, investigó el periodista Manuel Buendía y tres años después fue asesinado por órdenes de esta misma cúpula, encabezada por el entonces director de la policía capitalina Arturo Durazo Moreno, amigo íntimo del presidente de la república, José López Portillo.

En la época de la Masacre de Río Tula yo aún estaba en la preparatoria, así que lo que pudiera suceder en México y se publicara en los diarios me importaba lo que un nabo en el basurero de la central de abastos. Pero luego, apenas a punto de terminar el primer semestre de la carrera de Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPYS) de la UNAM, asesinaron a Manuel Buendía. La Facultad todavía estaba a un costado del Jardín Central de Ciudad Universitaria, dentro de un patio hermoso, lleno de jardineras, que era una gran sala de lectura al aire libre con mesitas de cemento y sus bancas situadas en sombras arboladas estratégicas, donde presuntamente todo era paz e intelectualidad.

Ese mismo día de consternación sobre el asesinato de Buendía, coincidentemente se dio una corretiza entre un pequeño grupo de narcomenudistas que echando bala a diestra y siniestra, rompieron un corrillo de estudiantes que esperábamos a que llegara uno de nuestros maestros. Un chico travesti de séptimo semestre que gustaba de vestir en tonalidades rosas, con playeras ombligueras, bermudas pegaditas al cuerpo, sandalias y grandes sombreros, como si estuviera en la playa, nos dijo intentando romper la tensión: “Bienvenidos al microcosmos de la realidad, futuros comunicólogos y comunicadores”.

La universidad era el mundo real en ese entonces y se vislumbraba violento. Hay sensaciones que no se olvidan jamás, que sólo de evocarlas están vivas, tan nítidas como si estuvieran ocurriendo eternamente: Mis amigos y yo, de pie junto a una jardinera, haciendo un círculo para comentar el asesinato difundido en todos los diarios, del profesor más afamado de la escuela, uno de los mejores periodistas del país. ¿Algún día tendríamos que cubrir ese tipo de noticias entintadas con sangre y seríamos lo suficientemente objetivos y acuciosos para acabar con la corrupción desde los medios de comunicación? Nuestra aspiración estudiantil de ser alumnos de Buendía estaba cancelada y sobre eso discutíamos cuando de pronto un sujeto nos enfrentó como en una película surrealista, como en un mal sueño, a lo que pudo ser una tragedia, metiéndose al centro del círculo de estudiantes, corriendo y rompiendo el grupo de conversación porque detrás de él iba otro hombre con una pistola que accionó al menos dos veces.

Algunos nos quedamos petrificados, otros se tiraron al suelo, casi todos los que estaban en el patio huyeron para encerrarse en los salones de clase de la planta baja o a la oficina de Servicios Escolares. No hubo heridos, no pasó nada. Los narcomenudistas se siguieron de largo hacia el Paseo de las Facultades y se perdieron de vista. Nadie dijo nada más. Allí la policía se negaba a entrar a investigar, aunque las autoridades escolares lo pidieran porque, decían, dicen, Ciudad Universitaria es territorio autónomo. No era la primera vez que vivía una escena así y no fue la última. Ya en la prepa, una bandita de porros había ingresado a punta de pistola al patio de la escuela para secuestrar al hijo de la subdirectora, al cual liberaron horas más tarde con un mensaje político. Por cierto que al porro mayor lo volví a ver muchos años después, bien trajeado, como asistente de un legislador en la Cámara de Diputados. Y no pasó nada.

No pasó nada, aunque poco a poco los diarios y la televisión relegaron las crónicas presidenciales y las cifras maquilladas de éxitos gubernamentales a las últimas páginas para dar preeminencia a la nota roja de la política y las mafias, donde la exposición de cadáveres sin cabeza, hinchados, putrefactos, pozoleados, son ya el reality show que se filtra a mis sueños… con una mínima dosis de adrenalina, sin emoción, mientras me pregunto cuánto más deberemos ver y soñar para experimentar hartazgo en el festín de la autodestrucción social. <<>>

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