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Una Mexicana Que Fruta Vendía…

cálamo & alquimia® | @silviameave

Don Filemón ha de tener alrededor de 80 años y su ahijado unos 60. Dijeron que eran jardineros y traían todos los implementos para el trabajo. La lluvia menudita no invitaba a hacer trabajos de jardinería en un día gris de Octubre, pero ellos dijeron que no tenían ningún problema para podar el árbol que está a la entrada de la casa de Quetita. Claro que no hay problema si la necesidad obliga a sacar dinero hasta de las piedras. Quetita llevaba varias semanas sin empleo, porque el gobierno cerró por decreto y sin decir “agua va” la empresa eléctrica donde ella laboraba desde hacía más de veinticinco años; pero preguntó a los hombres cuándo querían ganar por cortar nísperos. El árbol de la pequeña huerta familiar estaba hermoso y los pájaros habían encontrado su paraíso privado con tanta fruta madura en la copa.

Después de un breve regateo, Quetita dejó a Don Filemón y su ahijado que inspeccionaran el árbol. Pidieron algunas canastas para poner la fruta y pusieron manos a la obra. Quetita pensó que Don Filemón era un héroe de la sobrevivencia laboral, pues a su edad debería llevar una vida de descanso y no andar trabajando con pesados machetes arriba de una frágil escalera de aluminio: ¿Dónde están las conquistas de la clase obrera mexicana plasmadas en el celebérrimo artículo 123 de la Constitución? Es letra muerta si casi, según datos extraoficiales, el 60 por ciento de la población subsiste en la marginalidad de una economía con trastorno bipolar, si no es que esquizofrénica, que no ofrece la mínima calidad de vida para los hombres y mujeres que, después de dejar toda su energía física e intelectual al servicio de un patrón durante 30, 40 o más años, quedan literalmente en la calle, a expensas -en el mejor de los casos- a la ayuda financiera de los hijos o del buen vecino que quiera emplearlos en cualquier labor que justifique una remuneración simbólica.

Mientras se afanaba en la pizca del níspero, el ahijado de don Filemón contó a Quetita que en sus años mozos el anciano había sido guardaespaldas. Trabajaba para una gran empresa multinacional, asignado a uno de los altos ejecutivos; pero que había sido herido durante un intento de secuestro de su jefe a finales de los años 70s. Como don Filemón ya no quedó en condiciones físicas de seguir protegiendo al patrón, se le despidió y desde ahí empezó su peregrinar en busca de un empleo decoroso. Don Filemón trabajó después de custodio de valores, como guardia en la puerta de un supermercado y luego se hizo caddy en un club de golf. Don Filemón nunca tuvo seguro social, siempre recibía su salario en efectivo sin recibo de nómina de por medio y por lo tanto, jamás le dieron indemnizaciones por despido ni tuvo registro de antigüedad para, al final de su vida laboral, tener derecho a una pensión jubilatoria. En algún momento, Don Filemón pasó de caddy a lavacoches callejero y ahora, por sugerencia de su ahijado que lleva un poco más de tiempo en el “negocio”, es jardinero. Ninguno de los dos hombres sabe de plantas. Quetita se dio cuenta de ello cuando Don Filemón, infame, pasó el machete sobre una plantita que, ya después, descubrieron que era un limón recién nacido.

Mientras Quetita se enteraba de la vida de Don Filemón y su ahijado, la pizca del níspero se convirtió en un sacrilegio: El árbol favorito de Quetita quedó reducido a tronco, “pero el próximo año reverdece, seño” y los tréboles que rodeaban los árboles de la huerta fueron arrancados de tajo. Los pájaros comenzaron a revolotear inquietos pues en cosa de una hora se quedaron sin alimento y sin dónde posarse. Quetita sintió angustia al visualizar en su huerta lo que los seres humanos han hecho con los ecosistemas: aniquilarlos por ignorancia y codicia. Sin embargo, cuando pensó que la destrucción de su árbol favorito le dio trabajo al par de ancianos, se sintió menos culpable de ser humana. Les pagó la cantidad de dinero convenida y recordó que estaba desempleada, que alguien con sentido común no habría gastado en trabajos de jardinería; pero su misma condición de desempleada la hizo sentir que hacía su obra patriótica del día. Luego miró las canastas de nísperos y tomó su decisión: Volvamos al medievo y seré la mexicana que fruta vendía… <<>>

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